Hoy he tenido un día provocador. Esta mañana bajaba por la escalera de casa, todavía medio dormido me tropecé con el cuadro que un día pinté “La mujer en la roca” lo que hizo acordarme del oleaje y su belleza. La pinté hace tiempo teniendo como modelo una fotografía en blanco y negro que encontré en un albúm de una casa de antigüedades, me entusiasmé tanto de aquella mujer que yo quería tenerla cerca y ver el brillo, el color de sus ojos, sentir la textura de su piel, probar la calidez de sus manos y comprobar el oleaje de su cuerpo dorado por el sol así que cogí un metro cuadrado de Océano Atlántico y empecé mi desafío.
Según la iba pintando me fijaba en sus ojos y me reflejaba en ella, veía que las curvas de su cuerpo se juntaban con las olas se perdían en el agua sin encontrar la roca que del agua emergía, yo me entraba en el agua, la cogía en mis brazos, recogía sus cabellos y ella se revolvía para quedar en la postura que el arte requería, las olas nos enredaban hasta que en la paleta encontraba el color de cada trozo de su piel que el pincel trasladaba poro a poro a lo largo de su cuerpo siempre buscando la luz de su mirada en la mía.
Cada día que la dejaba sola en el estudio llegaba a casa mojado pero no me importaba porque la lluvia interna regaba mi sentimiento y encendía mi pasión. Día tras día aquel cuerpo fue creciendo en su color y las olas amainaron hasta que aquella creación entró en su roca embellecida. Su mirada quedó tan distante que estuve a punto de dejarla en una sala de sirenas pero pensé que mejor que en casa no iba a estar en ningún sitio así que la fui deslizando y la colgué con cariño en la pared de la escalera y desde entonces siempre que subo a mi habitación ella me anima para llegar al piso de arriba pero cuando bajo entonces me mira y sonríe.
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